Ética y Administración Pública

 

Jorge F. Malem Seña

Catedrático de Filosofía del Derecho

Jorge F. Malem, catedràtic de Filosofia del Dret

 

Es común admitir que las administraciones públicas han modificado sus comportamientos y sus relaciones con quienes interactúan. Y no solo respecto al fondo de los asuntos tratados sino también en lo atinente a la manera cómo los gestionan. Varias son las razones que explican estos cambios. La primera es la importancia que el Estado ha adquirido para la vida social, política y económica. En muchos lugares del planeta, por ejemplo,  es el principal agente económico como inversor, proveedor o cliente. Y sus acciones repercuten decididamente en aspectos vitales de los individuos como la educación o la salud. De hecho, prácticamente ninguna acción personal queda al margen de la influencia estatal. La segunda es una ampliación de los derechos de los ciudadanos. Esto se verifica no solo en su incremento numérico sino también en la robustez de su defensa. La tercera es el fortalecimiento de una concepción del servicio público alejada del burocratismo que pone el centro de su atención en las personas. La cuarta es el aumento de la discrecionalidad que gozan los funcionarios en la tarea de gestión. Y la quinta, por finalizar en algún punto, porque los casos de corrupción acaecidos han generado escándalos políticos y sociales de enormes proporciones.

Ahora bien, los cambios de las administraciones públicas en sus estructuras, funciones y en sus modos de actuación han ido acompañados, necesariamente, por una modificación o replanteamiento de los valores éticos que las regían y que deben ser exigidos en su conformación y actuación.

En realidad, estos nuevos valores emergentes no habían ocupado históricamente un lugar central en el devenir de las administraciones públicas, salvo la exigencia del respeto a la legalidad con prescindencia de su contenido. El buen funcionario y la buena administración se reconocían a través del cumplimiento irrestricto de las normas jurídicas aplicables al caso. No se les debía exigir menos, pero tampoco se les podía exigir más. Esta fue la situación imperante hasta bien entradas las primeras décadas del siglo XX.

En la actualidad, la situación es distinta. Por los motivos antes señalados,  y por muchos otros que pudieran mencionarse, se hace imprescindible reconocer  determinados principios, reglas y valores éticos que forman parte consustancial de la idea misma de administración pública y del ejercicio de la función pública.

Cuando se habla de principios, reglas o valores morales o éticos de la administración pública se hace referencia a la parcela de la moral ordinaria, o natural, que se aplica específicamente al ejercicio de la función pública, entendida esta en  el sentido más amplio posible. No existe una ética pública diferente a una ética privada, ni una moral profesional de los funcionarios públicos distinta de la moral de los abogados, futbolistas, maestros o carpinteros. Sería absurdo pensar que existen tantas morales como profesiones u ocupaciones haya, aunque se pueda reconocer que la misma norma moral puede modularse en su aplicación al caso concreto.

Por esa razón, no resulta demasiado difícil establecer un listado de las principales normas y valores que habrían de regir la estructura y el funcionamiento de las administraciones públicas. Se puede afirmar que existe un consenso generalizado, tal como lo atestiguan los diversos documentos nacionales e internacionales aunque utilicen distintas nomenclaturas. Esto se debe a que los principios éticos no son infinitos. Así, se podrían señalar los siguientes valores nucleares, sin ningún ánimo de exhaustividad.

1.    Dignidad. El funcionario debe tratar a los ciudadanos, compañeros o personas con quienes interactúa con igual consideración y respeto. Hay que identificarse con el otro con empatía. El deber de cortesía es una manifestación del principio de dignidad de la persona. Por eso, el lenguaje que se utiliza en el trato y la comunicación administrativa debe evitar notas ofensivas y degradantes.

2.    Igualdad. El funcionario no tiene superioridad moral sobre el ciudadano, tampoco ocurre lo contrario. La igualdad de trato es un valor central en la práctica de la democracia y en el desarrollo de la función pública. Por ese motivo se debe rechazar cualquier forma de discriminación basada en el sexo, la religión, la edad u otro criterio no justificable.

3.    Estado de derecho. El funcionario tiene el deber de consolidar con su práctica el Estado de derecho. De aquí se deriva que debe honrar la lealtad institucional. Para ello es fundamental que respete el principio de legalidad. Debe abstenerse, en consecuencia, de realizar cualquier comportamiento que viole la ley y todo abuso de poder.

4.    Interés público. Los funcionarios han de cumplir su función guiados por el interés general sin influencias espurias.

5.    Honestidad. Se han de evitar todo tipo de comportamientos impropios. La corrupción, en cualquiera de sus manifestaciones, ha de ser erradicada de la acción del funcionariado. Y la recepción de dádivas y regalos ha de estar prohibida.

6.    Imparcialidad, neutralidad y objetividad. Los funcionarios públicos deben actuar conforme a lo establecido por las reglas y según los méritos del caso, evitando cualquier desviación inducida por los asuntos tratados o por las personas involucradas. Se ha de evitar la influencia de intereses particulares, los conflictos de intereses y los sesgos políticos o partidistas.

7.    Eficacia y eficiencia. Las decisiones administrativas han de poder ser ejecutadas o cumplidas alcanzando los objetivos perseguidos al menor coste posible. Y hacerlo en un tiempo razonable. Las medidas ineficaces, puramente simbólicas o tardías y el despilfarro de recursos son incompatibles con los valores de una adecuada gestión pública. Existe, en este sentido, un deber de diligencia y probidad.

8.    Publicidad y transparencia. La publicidad requiere que las acciones puedan ser conocidas por el público. La publicidad es una parte constitutiva de la transparencia, pero no puede ser confundida con ella. La transparencia exige que se den a conocer los actos de referencia y las razones que los justifican. La transparencia demanda, asimismo, que los mecanismos utilizados para hacer conocer al público la naturaleza y justificación de tales actos sean adecuados a tal fin. Pero la publicidad y la transparencia no pueden hacer olvidar el deber de confidencialidad o de sigilo respecto de terceros que también han de ser salvaguardados. El secreto, excepto en aquellos casos previstos por la ley, debe ser eliminado de la gestión pública.

9.    Responsabilidad. Los funcionarios públicos deben hacerse cargo de las decisiones y acciones que llevan a cabo conforme a su nivel competencial. Deben dar razones que justifique su comportamiento. La rendición de cuentas es un corolario de su responsabilidad.

10.    Profesionalidad. El funcionario público ha de profesionalizarse. Ha de conocer las reglas técnicas y morales que guían su ocupación. Y, en ese sentido, ha de procurar una capacitación continua. Solo así será un trabajador virtuoso, esto es, alguien que mejora la institución a la que presta servicio a través de su propia práctica.

Estos son algunos de los principios rectores de una administración pública apegada a valores. Es verdad que un determinado número de ellos ya han sido receptados por el derecho, cuya violación se castiga a través de normas penales o disciplinarias. En estos casos, la acción estatal  es reactiva y la motivación del funcionario público es indirecta. Pero como es obvio el comportamiento prudencial del funcionariado no es suficiente para una buena gestión. En cambio, la incorporación de normas y valores éticos en la administración pública abre perspectivas más amplias, proactivas, mediante una motivación directa de los empleados públicos.

Este nuevo punto de vista se puede implementar a través de lo que se ha dado en llamar la infraestructura ética. Los mecanismos e instrumentos que en ella caben son múltiples y variados, ocupando un papel distintivo la presencia de códigos éticos y de organismos o comisiones que tengan por finalidad la interpretación y aplicación de los principios y valores morales en juego.  

Lo que se persigue, en cualquier caso, es que los funcionarios interioricen las normas y socialicen los valores propios de una administración pública moderna al servicio del interés general y cercana a los ciudadanos. Se reducirán así los costos de control y prevención y la ética formará parte de la cultura organizacional con su altamente benéfica influencia.