La paradoja de la transparencia y sus límites

 

Jesús García

Periodista de tribunals a El País

Jesús García, periodista d'El País

 

Los periodistas nos movemos, a menudo, en los vastos dominios de la opacidad. Si noticia es lo que el Gobierno -o las empresas, las instituciones, los grupos de presión- no quieren que se sepa, entonces el periodismo puede entenderse como una pugna contra esa poderosa tentación que es la oscuridad. Buscamos testigos de excepción, nos acercamos a arrepentidos, perseguimos a una garganta profunda que nos ayude a romper las barreras con las que topamos: los gabinetes de comunicación son, a menudo, un dique frente a informaciones comprometedoras. Tratamos, en definitiva, de sacar a la luz una historia que merece ser conocida por la opinión pública: intentamos convertir la opacidad en transparencia.

El acceso a las fuentes de información sigue siendo el pilar del periodismo en nuestro ecosistema mediático; al menos, del periodismo de investigación, se practique con más o menos éxito y ambición por carencias personales o por la limitación de medios y de tiempo. A menudo olvidamos, sin embargo, una herramienta que nos permite sortear las barreras del acceso a la información: la Ley de Transparencia, que cumple ocho años. Aunque no es una ley pensada para los periodistas -cualquier ciudadano puede solicitar los datos que precise a las administraciones públicas, y sin decir por qué-, sí es una ley idónea para la práctica del oficio. Pero no la hemos explotado con suficiente convicción, en parte por los límites que plantea.

Hace cuatro años, una encuesta de Cuadernos de Periodistas a más de un centenar de profesionales de los medios de comunicación en activo subrayó el escaso impacto que la Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno (LTBG), aprobada en 2013 -durante el gobierno de Mariano Rajoy- había tenido en su quehacer diario. Solo uno de cada seis periodistas consultados entonces había trasladado preguntas a la administración con herramientas como el Portal de Transparencia, y únicamente uno de cada doce había elaborado informaciones en base a esos datos. No creo que el panorama haya cambiado demasiado, si bien es cierto que cada vez hay más iniciativas periodísticas que explotan sabiamente el enorme caudal de noticias que, potencialmente, brinda la ley.

Tanto el Gobierno central como la Generalitat han elaborado manuales y vídeos, fáciles de entender, para facilitar el manejo de los portales de transparencia. En el ámbito periodístico, tan solo hace falta ser lo más preciso posible con la solicitud formulada y, sobre todo, armarse de paciencia: la información pública debe recopilarse antes de ser enviada, de modo que la fórmula no es apta para las urgencias con las que solemos trabajar los medios. Conviene, pues, trabajar a medio y largo plazo, en cuyo caso la transparencia sí se convierte en una herramienta útil para ejercer con eficacia la libertad de prensa.

Pero la transparencia no es la panacea. Hay límites. La ley de 2013 concede sin duda un amplio margen para obtener información. Pero fija topes cuando se tocan intereses nucleares del Estado: la seguridad nacional, la defensa, las relaciones exteriores, los intereses económicos, incluso la protección del medio ambiente. La protección de datos de carácter personal también plantea cortapisas que pueden provocar que la petición sea denegada. En otros ámbitos, el problema está más vinculado a la gestión. Según un estudio publicado por la Revista Española de Transparencia (La transparencia en los ayuntamientos españoles: un caso de débil institucionalización) los consistorios, en términos generales, carecen de la arquitectura alegal para atender las peticiones, no fomentan la cultura de la transparencia, enfocan de forma errónea los datos que facilitan y no disponen de criterios de evaluación claros.

Hay otro factor limitativo que tiene que ver con las dinámicas del ejercicio del periodismo. La transparencia es una herramienta al servicio de la investigación. Dicho de otro modo: es solo el principio del camino. No basta con trasladar los datos al lector: hay que trabajarlos, explotarlos, interpretarlos. Tirar de los hilos. Y, después, presentarlos de la forma más comprensible, un punto este (la visualización de datos) en el que algunos medios se han especializado con notable éxito. La exposición de esas informaciones puede destapar malas prácticas de la administración, pero hay ciertas historias (también las relacionadas con la corrupción) que no se pueden contar solo con datos: hay que ir a la piel del asunto, comprender los motivos de las personas involucradas, situar la historia en su contexto.

La transparencia viene acompañada de límites, pero también de una paradoja. Si las administraciones estuvieran más bregadas en el respeto a un derecho fundamental como el de la información, apenas sería necesario que los profesionales cursásemos peticiones de acceso a datos que se nos deberían suministrar sin más impedimentos. Mientras la maquinaria burocrática resuelve esas peticiones, los periodistas seguimos bregando a diario con gabinetes de prensa que, en la legítima defensa de las instituciones para las que trabajan, acaban haciendo un flaco favor a la libertad de prensa. No se trata aquí de cuestionar su buen hacer (facilitan información, responden a las preguntas, ponen en contacto), pero sí subrayar que su objetivo no tiene por qué coincidir y de hecho casi nunca coincide con el derecho a la información, al que los periodistas (al menos en parte) nos debemos. Sobre todo, en el caso de las empresas y corporaciones privadas, no sometidas al filtro de la ley de 2013. Las administraciones, pues, ejercen la transparencia, pero solo por la autoimposición de una ley que les obliga. En la práctica diaria sigue operando, si no la opacidad, cierto rechazo -que tiene mucho que ver con la cultura política- a dar explicaciones.